La cocina de mi abuela

Hija de italianos y apasionada por el mundo culinario, mi abuela tuvo el privilegio de tener su propio restaurante muchos años antes que yo naciera. Según mis padres funcionaba de película y, sobre todo, se comía bien (aunque de eso, no tengo dudas). Si bien el restaurante cerró, ella nunca permitió que su cocina deje de funcionar. 


La cocina de mi abuela siempre fue la habitación más importante de la casa. Las paredes forman un gran rectángulo, levantado por ladrillos barnizados, que brillan como si estuvieran bañados en aceite caliente. El techo es algo empinado y contiene un entrepiso, donde se guardan herramientas del hogar. Posee, además, dos heladeras y un refrigerador del tamaño de un baúl de un auto.

Desde la entrada de la casa, te asalta el olfato con su perfume de especias y, de una manera hipnotizada, te conduce hacia ella. Me refiero a la cocina, pero también a mi abuela. En el camino, te dejas llevar por un solo sentido pero en cuanto llegas a la cocina, todos los demás se encienden. Un desesperado curioseo se despierta en busca de aquello, que te llevó hasta allí, con tanta seducción.

Los ojos se mueven rápido y divisan: una extensa mesada de granito marrón con tonos tierra y tostados, que descansa sobre un mobiliario color blanco; frascos de vidrio, llenos de condimentos, traídos por la abuela de Turquía y Marruecos; utensilios que cuelgan en hileras, en un orden regimentado, listos para ser usados y un horno industrial de seis hornallas, digno de un restaurante cualquiera.

Los muebles se dividen en dos compartimentos, uno superior y otro inferior. En el primero se pueden encontrar todos los productos básicos de despensa, desde harinas, aceites, huevos, azúcar y sal; hasta legumbres, frutos secos y alimentos envasados. En el compartimento inferior, aguardan las ollas y cacerolas de acero inoxidable y antiadherente; los tazones de porcelana, las vasijas de madera o de plástico, los medidores de cocina y, también, varios juegos de cubiertos.

Los orificios nasales parecen agrandarse ante el golpe súbito de fragancias penetrantes, que suelen llenar los armarios y escaparse por debajo de las puertas de las casas, pero que son particulares en cada una de ellas. Una fusión mágica y nostálgica de deliciosos olores, cuya naturaleza exacta es imposible describir, pero que huele a una mezcla de estofado, caldo, pimienta, queso, jamón ahumado, comino y laurel.

Los sonidos pueden ser varios: ya sea por el microondas, que acaba de frenar; por el burbujeo de una salsa, lista para ser servida sobre un enmarañado plato de tallarines, o por el chasquido de un pollo dorándose, a altas temperaturas en el horno. También, pueden ser los tintineos de las ollas, el sonido seco de las cuchillas al cortar sobre las tablas de maderas, o simplemente el crujido de una nuez al ser aplastada. 

Sería imposible describir en detalle la abundante variedad, la ordenada complejidad, la reluciente limpieza de la gran habitación y el efecto que produce sobre los sentidos, casi instantáneo y sorprendente. Cada objeto tiene un uso determinado y no hay nada en el espacio que no sea necesario. Sin embargo, todo eso cobra valor cuando un par de manos regordetas y añejas se ponen en marcha.

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