Campo Gallo

Un sitio desabrigado, de Santiago del Estero, donde hay ranchos sin agua, no hay cloacas y la gente ve la vida pasar con cierta resignación. Ahí llegamos como misioneros para aprender de los que nada tienen y llevar alegría con pocos recursos.

Tras 12 horas de viaje, llegamos a Añatuya, la zona más inhóspita, de la provincia de Santiago del Estero y aún nos quedaban dos horas más para llegar a nuestro destino final: Campo Gallo.

Mary, que tenía preparada la cena desde temprano -porque no todos los días se cocina para 30 personas-, nos esperó en el salón de la parroquia, Nuestra Señora del Carmen, hasta muy entrada la noche para que disfrutemos de un buen plato de pasta. Al terminar, nos dirigimos en silencio a nuestras posadas. Estábamos agotados, pero la misión recién empezaba.

Las mujeres dormirían en el convento de monjas, ubicado a 6 cuadras santiagueñas de la parroquia (en Buenos Aires serían ocho) y los hombres se quedarían en el salón, el cual cumplía la función de dormitorio, comedor y depósito.

La noche estaba fresca, pero agradable, y solo la luna era testigo de nuestra llegada. El silencio del pueblo era redundantemente silencioso como aterrador. Solo la plaza que se encontraba de frente a la parroquia estaba iluminada, por lo que, debimos alumbrar el camino al convento con nuestras linternas celulares. 

Ese día no nos pudimos bañar, como tampoco los tres días siguientes. Por eso, fue importante para nosotros, un grupo de adolescentes -de apenas 16 años-, que nos explicarán las circunstancias a las que nos enfrentaríamos: “No hay agua potable, ni mucha electricidad”, fue lo primero que nos dijeron en el colegio y nadie se atrevió a preguntar de un tal llamado Internet.

A la mañana temprano no fue necesaria la alarma, pues con el canto del gallo ya nos sentimos de local. Emprendimos la marcha hasta la parroquia, donde el padre Pepe nos esperaba para desayunar. El sol que empezaba a asomar, diagnosticaba lo que iba a ser un día de verano, en Santiago del Estero: temperatura a no menos de 40 grados.

Me sorprendió ver el cielo celeste cuando a mi alrededor solo podía ver una gama de colores tierra. Porque las calles eran de tierra, el viento era de tierra, la gente era de color tierra y el aire que se respiraba era una mezcla de tierra con tortilla santiagueña recién salida del horno. Sentí que era lo más primitivo que había visto en la vida, pero también, sentí una quietud que aquí no existe, como no existe allí la calidad de vida.

Luego de organizarnos en grupos y cargar nuestras mochilas con agua mineral, agua bendita, repelente, protector solar, golosinas, galletitas, lápices y el evangelio, iniciamos la recorrida. Cada día, como misioneros teníamos un itinerario que seguir: visitas a hogares y recreación para niños por la mañana; almuerzo en la parroquia; por la tarde, mientras algunos pintaban o fabricaban materiales para una escuela; otros ayudábamos a Mary a organizar la cena; se planificaban las actividades del día siguiente; una breve oración antes de cenar y nuevamente a descansar.

A las once de la mañana, los rayos del sol perforaban nuestros hombros y la ausencia de sombra acentuaba cada vez la agitación. Sin embargo, ver los ojos brillosos de emoción de los changuitos -como le dicen a los niños pequeños- era una sensación de plenitud. Porque ver es mucho más fácil que mirar dice Caparros y es cierto. Porque en cuanto nos detenemos a mirar, nos damos cuenta que la realidad que se vive, en Campo Gallo, es diferente a la nuestra (y no por eso menos importante). Nos damos cuenta que las casas son ranchos; que el piso es de tierra, que el baño es un pozo; que el techo es de paja; que la heladera no existe; que el agua no viene de la canilla sino de la lluvia; que la deserción escolar es muy alta y que el 20% es analfabeto; que hay más emergencias sanitarias que profesionales sanitarios; que el abrigo es el mismo los 365 días del año y que los niños mueren de hambre. Por eso, en este país cuando se trata de mirar...

La llegada de los misioneros a cualquier sitio desabrigado del interior, es siempre una exhibición. Cuando se empezó a correr la voz de que habíamos llegado y cada vez que nos reuníamos en algún sitio para realizar alguna actividad, un conglomerado de gente se presentaba para darnos la bienvenida.

Ese primer día habían asistido muchos niños a la recreación y al finalizar cada uno se llevaba un paquete de galletitas. Yo le hice la seña a Lore para que se acercara a recibir el suyo. Había estado toda la hora al lado mío con su hija a upa viendo jugar a sus dos hermanitos.

Lorena no habla. Apenas, dice dos o tres palabras casi por obligación. Tampoco me mira, pero aún sigo insistiendo en mi deseo de conversar. Tiene la mirada de alguien que ve la vida con aflicción. Quizás, por algo malo que le sucedió, quizás, porque es la única forma que aprendió, quizás, sean las dos.

Sólo sabía su nombre, no sabía su edad, pero debía de estar entre los 30, por su aspecto maduro, sus manos callosas y sus dientes cariados. Quería saber su historia así que me dispuse a hacerlo. Pero Lorena no habla, tampoco me mira. Me siento mal por presionarla y la abrazo. Y en un susurro me cuenta que tiene 19 años, que había sido madre hacía tres y que el padre de la nena abusaba de ella.

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