Discúlpeme si desconfío

Me gusta pensar que en el mundo habitan más buenas personas que malas. Tal vez me equivoque y las estadísticas digan lo contrario. Pero da igual, yo no hago estadísticas y a mí me gusta pensar que las buenas personas son multitud.

Eran las diez y media de la noche, de un sábado cualquiera de primavera. Hacía un año que había empezado a manejar y estaba contenta, porque era la primera vez que iba a ir con el auto más allá de donde acostumbraba a frecuentar.

Era el cumpleaños de una amiga que vive en un  barrio privado de Adrogué (al sur de la provincia de Buenos Aires) y el año anterior le había prometido que para su próximo cumpleaños iría sola manejando.

Me dispuse a cumplir mi promesa e intenté estar lista temprano, cosa de salir con tiempo. Aunque tenía una idea del camino que debía tomar, activé el GPS que indicaba 50 minutos de viaje: desde mi casa hasta el destino marcado.

Encendí la radio y emprendí camino. Recuerdo ir cantando a los cuatro vientos la música que sonaba en mi Peugeot 307. Dicen que la sensación de independencia, de libertad, de disfrute y de bienestar al conducir son únicas, y creo que, en ese momento las experimenté a cada una.

Cuando intuía que estaba cerca de la casa de mi amiga, me di cuenta que me había pasado unas cuadras. Lo que hice a continuación no fue la mejor de las decisiones, pero en ese momento y tras analizar que me encontraba en un lugar desconocido, de noche, en medio de un camino de tierra y sola, decidí seguir adelante.

Doble en U para retomar el camino hacia el barrio pero la oscuridad y la desesperación por salir de ahí me jugaron una mala pasada. En un segundo cambió todo. Había chocado contra un pequeño muro que protegía a una cuneta y mi auto quedó colgando de un lado.

Pasé de representar lo más parecido a una comedia americana, a una película de drama absoluto. Estaba desesperada, los nervios me superaban y la verdad no sabía muy bien qué hacer. Quería llorar, pero a la vez, quería desaparecer. Me sentía responsable porque el auto, en realidad, no era mío sino de mi madre -que tan gentilmente accedió a prestarle a su hija de 20 años-.

No sabía si lo había destruido o no. Estaba, desde mi punto de vista, en el medio de la nada, sin nadie a mi alrededor, empilchada para ir a una fiesta y en una calle de tierra. Si usted lo pensó, imagínese yo. Claro, pensé lo peor. La situación requería que fuera responsable pero mi cerebro no podía conectar dos neuronas. 

Mi celular marcaba bateria baja cuando comencé a llamar a mi madre para pedir auxilio. Fue en vano, porque ella estaba en mi casa, a 50 minutos (según mi GPS) y yo no quería pasar ni medio minuto más ahí. De repente, mientras le explicaba que no había pedido ningún dato personal porque no había chocado contra nadie; que no iba a poder salir de ahí nunca porque el auto había quedado suspendido y que ante la desesperación pensaba abandonarlo e irme; se hizo la luz.

Literalmente, apareció un auto con las luces bien brillantes, como si fueran recientemente cambiadas. En él iba un hombre y su hijo. “¿Necesitas ayuda?”, dijo una voz que salió de adentro del Renault 19. Y por un momento me volvió el alma al cuerpo.

Lograron enderezar el auto que colgaba sobre un lado e intentaron volver a colocar el paragolpes que era el más perjudicado del caso pero no tuvieron éxito. El hombre y su hijo se aseguraron de que los padres de mi amiga vinieran a mi rescate a las diez y media de la noche y se fueron.

Apenas alcance a agradecerles en medio de toda la vorágine y cuando todo se fue aquietando pensé: “no sé su nombre, no sé a dónde iba a esa hora y por esa calle, no sé si estaba yendo o volviendo, no sé dónde vive, a qué se dedica, si es buen padre, buen marido o buena persona, realmente no lo sé. No sé por lo que está pasando, no sé quién es pero quiero decirle gracias”.

Como argentino, muchas veces, se me hace difícil confiar en el otro, porque nosotros estamos muy acostumbrados a mirar con cierto recelo, con cierta desconfianza y cautela a ese otro. Quizás, a causa de los hechos de impunidad que vivimos a diario, de la inseguridad, de la falta de respeto, de la agresividad con la que afrontamos cualquier situación y la falta de tolerancia. Quizás, porque estamos cansados de que nos tomen de tontos y pasamos a dudar de todo y de todos. Y no porque esté mal dudar, sino porque hemos llegado al punto tal de pensarnos mal, que por consiguiente, lleva a creer que el otro es malo, no importa la situación que sea y que algún daño nos hará.

Sin embargo, hace poco alguien me dijo: “A veces los buenos no son tan buenos y los malos no son tan malos”. Y es verdad. Cuando menos lo imagines, siempre hay alguien que aparece para darte una mano. Siempre hay gente buena dispuesta a hacer algo por alguien.

Y en estos tiempos que vivimos, en el ejercicio diario de no pensar que el otro es un hijo del diablo y no de dios, sigamos confiando, no está todo perdido.


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